Me enfurecí y espeté un discurso acerca de lo innecesarias que son las palabras para hablar de sentimientos, precisamente yo que había soñado con aquella pregunta un sinfín de noches. En lugar de decirle la verdad, de decirle: te quiero tanto que sería capaz de matarte, dije: ¿qué necesidad hay de preguntar eso? No soportaba mis evasivas. ¿Me quieres?, insistió. El tono de su voz era áspero. Recuerdo que le dije: ¿te vas a sentir más tranquilo si te digo que sí? Me miró con odio y salió del cuarto sin hacer ruido. No regresó en toda la noche. ¿Lo entiende? No se daba cuenta de que las palabras mienten, son imprecisas y embaucadoras, no aciertan ni a mostrarnos un reflejo mínimamente fiel de la realidad. ¿Sabía que decidí dejar de hablar para no mentir? Hubiese preferido morir antes que callar, no soportaba el silencio excepto cuando lo aprovechaba para recriminarme algo [...]
Añadí una nota que decía: todo lo que pudiera decirte no serían más que palabras. Estúpida por segunda vez. Regresé a casa esperando una sonrisa indulgente y encontré esa mirada sombría. Amigo mío, es inútil esperar, hágame caso, no aguarde nunca o sólo encontrará desengaños.
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