jueves, 17 de diciembre de 2009

Si tendría que describirlo sería como un pequeño duendecito que está en mi cabeza constantemente. Todos le tenemos una especie de adoración morbosa y pánico terrible a los duendes, y es así cómo me siento yo. No encuentro ninguna explicación para que permanezca viviendo acá, en mí, alimentándose de todo eso que me hace bien. Me deja lo que inevitablemente, lastima. Le duele a él por eso no lo come, me duele a mí que lo acumulo. Y de hecho, aunque no encuentro motivo para que siga existiendo, no encuentro ninguno tampoco para exterminarlo. Creo que hasta lloraría si lo perdiera. Sí, sé que me hace mal... pero nadie compartió tantas cosas conmigo: secretos, risas, llantos, broncas, deseos, odio y amor. Odio y amo, odio y amor. ¡Qué difícil es decidir!
Si la balanza estuviera un poquito inclinada hacia alguno de los lados sería tan fácil. Pero no, ¿cuándo viste algo fácil en mi vida? Está en perfecto equilibrio, o mejor dicho en un equilibrio perfectamente inhumano. A veces, cuando siento que es más grande el miedo que la adoración pienso en encontrar el modo de que se vaya (y que no vuelva). Sin embargo, cuando pienso en que no tendría más miedo me doy cuenta que tampoco tendría a quién adorar e inconscientemente necesito adorar algo. No creo en dios, creo en mi duende. Te creo a ciegas, hoy y siempre. Bendito error.

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