Suena el celular. Y, como siempre, está en el quilombo del bolso. Te desesperás. Vas sacando en el medio de la avenida las cosas que llevas “por las dudas si…” y que nunca usas. Tus amigas te miran como si estuvieras loca (un poco de razón tienen). Encontrás el celular. Un nuevo mensaje. Abrís el celular y, mientras tanto, el corazón no encuentra lugar entre las costillas. Leés el mensaje. Decepción total: ¿dónde estás? Mamá. Le contestas con la peor onda del mundo (como si ella tuviera la culpa, pobre).
Llegas a la casa de tu amiga, dejas el celular en la campera porque total “¿para qué lo voy a tener encima?”. Cuando te acordás de la existencia de tu celular (que es algo así como el amor de tu vida) las dejas pagando y vas corriendo a agarrarlo. Dos mensajes nuevos. El corazón a mil de nuevo, pero vos ya sabes que, seguramente, es el 1611 o tu mamá. No, no era ni tu mamá ni Movistar.
Leés el mensaje. No sabes si matarlo o si ponerte feliz porque “por lo menos me mandó un mensaje, se acordó de que existo”. Si elegiste matarlo sos completamente anormal, ninguna –reitero, ninguna- elige eso. Si elegiste ponerte feliz sos una masoquista.
Les contás a tus amigas que, como buenas amigas que son, se saben vida y obra de él y en su interior, lo deben odiar con toda su alma. Te miran como si estuvieras loca y te dicen “¿otra vez lo mismo? Ai, no aprendés más” Vos ya sabes que no aprendés más, pero no te importa nada. Releés el mensaje tantas veces que te lo terminás aprendiendo de memoria. Escribís la respuesta. Borras la respuesta. Escribís la respuesta. Te haces la mala y decís que no le pensas responder. Escribís una respuesta completamente cortada. Lo pensás de nuevo. Modificás la respuesta. Enviar. Uh, no tendrías que haberle mandado eso. No, obvio que no. Siempre lo que mandás es para cagada y la mejor era la otra opción.
Pero la historia no termina ahí porque como una pelotuda te quedás con el celular en la mano, pensando que te va a respondar rápido. Pasan diez minutos y vos todavía tenés el celular en la mano. Sin contar, obvio, que durante esos diez minutos leíste tu respuesta unas cinco mil veces y la modificaste otras mil veces más en tu cabeza. Pero ya está, el mensaje es ese y ya lo mandaste y no te responde.
Finalmente te metés en la conversación de tus amigas que hacías que escuchabas. Mirás el celular. No suena. Te haces la superada, lo dejás arriba de la mesa y te vas para otro lado. Lo escuchás vibrar contra el vidrio (sí, a tu celular lo escuchás por más que esté la música a todo volumen, te estés secando el pelo, o te estés bañando). Mirás a tus amigas como esperando que alguna diga algo. Cinco segundos y todas abalanzadas arriba del celular. Vos, con el celular en la mano temblás como si estuvieras en el Polo Norte con Papá Noél al lado. Tus amigas te miran, ellas también están ansiosas. Te sacan el celular de la mano y leen ellas primero el mensaje. Lo leen y se miran. No entendés qué cara están poniendo (generalmente entendés todo pero cuando de él se trata, cagaste). Les sacas el celular. Leés el mensaje y te pones de todos los colores. No sabes si la respuesta fue buena o mala. Nunca se sabe nada con él. Pero hubo respuesta, y eso es lo importante ahora. La respuesta.
1 comentario:
No puedo creer lo tan real que es esa escena.
Y no puedo creer lo mucho que te amo y te extraño y te quiero ver ya Yasmín Luna Weiss ♥
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